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Peter Westwick

In The Education of Henry Adams (1918), the author described his visit to the Great Exposition of 1900, the world’s fair held in Paris. The gallery of dynamos left him awestruck: “To Adams the dynamo became a symbol of infinity. As he grew accustomed to the great gallery of machines, he began to feel the forty-foot dynamos as a moral force, much as the early Christians felt the Cross. The planet itself seemed less impressive, in its old-fashioned, deliberate, annual or daily revolution, than this huge wheel, revolving within arm’s-length at some vertiginous speed, and barely murmuring.” [FN1]

A world away, the dynamo was transforming the land and lives of Californians. A power plant on the Santa Ana River, begun in 1897, was soon delivering electricity across eighty miles of high-voltage transmission lines to Los Angeles. Within a few years Henry Huntington was casting his eyes to the Sierra Nevada where he would help launch the Big Creek hydropower complex; a century later Big Creek was feeding a billon watts into the Southern California Edison system.

Twentieth-century Los Angeles was built on technology: the railroads that brought millions of migrants, and the streetcars and internal-combustion automobiles that ferried them across an increasingly sprawling metropolis once they got there; the massive pumps that pushed water from the Central and Owens Valleys and the Colorado River to a thirsty city; and, yes, the massive, whirling turbines, driven by falling water or hot steam, and the hundreds of miles of transmission lines that fed the juice to power-hungry homes and factories and cast the city’s web across much of the American West.

The industries that drove the phenomenal growth of Southern California depended on technology. The oil business was built on pumping, piping, refining, and shipping; aviation and aerospace made Los Angeles a high-tech hotbed long before Silicon Valley popularized the concept; and the film and TV industries drove motion pictures from jerky black-and-white silent movies to ear-splitting, computer-generated Technicolor extravanzas. Less obviously, the citrus industry—whose colorful packing labels conveyed the natural bounty of California—required irrigation, frost protection, and shipping to deliver fresh fruit around the world, eventually including refrigeration and frozen-concentrate. The seedless navel oranges themselves were technology of a sort, since they used artificial reproduction through grafting and, after the creation of Riverside’s Citrus Experiment Station in 1906, genetic manipulation.

Some of this technology was of monumental scale: hydroelectric dams, transmission towers, freeway interchanges, oil refineries, and flood control channels; but some of it strove for invisibility, buried underground, miniaturized, or hidden in plain sight, as in the extensive and largely classified world of Cold War defense industry. Some of these aerospace firms strove to make technology literally invisible, in the Stealth techniques deployed in the F-117A and B-2 aircraft. [FN2]

But Angelenos’ embrace of technology, like hugging a cactus, made them keenly aware of the downsides. Rockets that launched satellites, spacecraft, and astronauts into outer space left perchlorates in the groundwater. Nuclear reactors provided electric power but also nuclear waste and the threat of meltdowns. Proliferating freeways and cars meant Los Angeles became synonymous with smog by mid-century. A dystopian counterpoint to technological enthusiasm, limned most notably by Mike Davis and film-noir from “Chinatown” to “Blade Runner,” characterized technology as just more leverage for the powerful over the powerless. [FN4]

Technology shaped the social lives of southern Californians, from the air conditioning that enabled new patterns of residential geography to the model kitchens of the Forties and Fifties that defined suburban living. The most popular appliance of the postwar era was the television; by 1956 TV watching in the evenings was causing major surges in demand on the Edison system. Technology defined gender and ethnic relations; the first “computers” were usually women calculating test data in science and engineering labs. Technology also shaped the leisure society that characterized postwar southern California: in the hot-rod car community where the technology was up-front, but surfing was also a touchstone of southern California culture. Tanned youth who flocked to Malibu and other local beaches included aerospace engineers who transformed surfboards from massive, unwieldy redwood planks into a complex chemical cocktail of isocyanate-based polyurethane foams, fiberglass, and polyester resins all mass-produced by the chemical industry for defense and aerospace applications, and all adding up to lightweight fun machines for surfers.

Engineered entertainment—epitomized by Disneyland, its layout planned by defense systems analysts and rides designed by aerospace engineers—made Los Angeles what Daniel Bell called a “world of make-believe,” or what Jean Baudrillard called “the world centre of the unauthentic.” [FN5] Engineering extended even to Southern Californians themselves, who made the surgically augmented and sculpted plastic person the stereotype of Los Angeles.

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En la autobiografía La educación de Henry Adams, el autor describió su visita a la Exposición Universal de 1900, la feria mundial que se llevó a cabo en París. La galería de dinamos lo dejó anonadado: “[…] para Adams, la dinamo se convirtió en un símbolo de infinidad. A medida que se iba acostumbrando a la gran galería de máquinas, empezó a ver las dinamos de cuarenta pies de alto como una fuerza moral, muy parecida a la visión que tenían los primeros cristianos de la cruz. El planeta mismo, con su anticuada, deliberada y lenta revolución anual o diaria, parecía menos impresionante que esta enorme rueda al alcance de la mano que giraba a velocidad vertiginosa sin apenas murmurar”. [FN1]

Al otro lado del mundo, la dinamo estaba transformando la tierra y las vidas de los californianos. Una central eléctrica en el río de Santa Ana, cuya construcción comenzó en 1897, no tardó en distribuir electricidad a Los Ángeles a través de ochenta millas de tendidos eléctricos de alto voltaje. Pocos años después, Henry Huntington dirigía su mirada hacia Sierra Nevada, donde colaboró en la creación del complejo hidroeléctrico de Big Creek, que, un siglo más tarde, produciría mil millones de vatios para la red de Southern California Edison.

El Los Ángeles del siglo XX se erigió sobre la tecnología: los ferrocarriles que trajeron a millones de inmigrantes, y los tranvías y los autos con motor de combustión interna que transportaron a esos inmigrantes a su llegada por una metrópolis que cada día se extendía más lejos; las enormes bombas que sacaban agua del Valle Central, el Valle Owens y el río Colorado a una ciudad sedienta; y, en efecto, las monumentales turbinas que giraban impulsadas por la caída del agua o el vapor caliente, y los cientos de millas de tendido eléctrico que alimentaban hogares y fábricas hambrientos de electricidad y tendieron la red de la ciudad por gran parte del oeste estadounidense.

Las industrias que impulsaron el espectacular crecimiento del sur de California dependían de la tecnología. La industria petrolera se basaba en bombear, transportar, refinar y fletar; la industria de la aviación y la aeroespacial hicieron de Los Ángeles un hervidero de tecnología punta mucho antes de que el Valle del Silicio popularizara el concepto, y las industrias del cine y la televisión pasaron de entrecortadas películas mudas en blanco y negro a parafernalias ensordecedoras en Technicolor generadas con computadoras. Y, aunque de manera no tan manifiesta, la industria de las naranjas —cuyas etiquetas de empaque comunicaban la munificencia natural de California— necesitaba la irrigación, la protección contra la escarcha y el transporte que permitía la distribución de fruta fresca por todo el mundo, añadiéndose luego la refrigeración y el concentrado congelado. Las propias naranjas navel sin semillas eran una especie de tecnología: se recurrió a la reproducción artificial mediante injertos y, más adelante —después de la creación de la estación para la experimentación con cítricos de Riverside en 1906—, manipulación genética.

Parte de esta tecnología era de escala monumental: diques hidroeléctricos, torres eléctricas, intersecciones a desnivel de autopistas, refinerías petroleras y canales para el control de inundaciones; sin embargo otra parte luchó por permanecer imperceptible, bajo tierra, miniaturizada o escondida a plena vista, como en el caso del enorme y, en gran medida, secreto mundo de la industria de defensa durante la Guerra Fría. Algunas de estas empresas aeroespaciales se esmeraron en lograr que la tecnología fuera literalmente invisible, como fue el caso de los sistemas furtivos que se utilizaron en la construcción de los aviones F-117A y B-2. [FN2]

La tecnología se convirtió en un axioma en Los Ángeles. En un primer momento, a los abanderados de Los Ángeles les preocupaba que la ciudad pudiera tener una imagen provinciana, por lo que eran innovadores a conciencia y recibían la tecnología que representaba el futuro (como el avión y las películas) con los brazos abiertos; la combinaban, sin embargo, con una ideología romántica e individualista, característica del oeste de Estados Unidos. Ya hace mucho que Carey McWilliams observó que el inconformismo visionario del sur de California tenía una tendencia científico-tecnológica singular, encarnada en Jack Parsons, un ingeniero espacial nigromante; L. Ron Hubbard, quien hechizaba con Parsons y fundó la Iglesia de la Cienciología (cuyo propio nombre ya delataba aspiraciones de cientificismo), y el movimiento religioso I AM, sobre el que Carey McWilliams se preguntaba: “¿verá algún día un historiador del futuro esta fantasía de opereta espacial como el primer culto de la era atómica?”. [FN3] La floreciente comunidad local de la ciencia ficción que surgió alrededor de Robert Heinlein, Ray Bradbury y Hubbard en la década de los cuarenta del siglo XX exploró esta línea de futurismo tecnológico.

Pero, para los angelinos, acoger la tecnología con los brazos abiertos fue como abrazar un cactus: tuvieron muy claros cuáles eran los aspectos negativos. Los cohetes que lanzaban satélites, naves espaciales y astronautas al espacio sideral dejaban a su paso percloratos en las aguas subterráneas. Los reactores nucleares suministraban electricidad, pero no sin acarrear residuos radiactivos y el riesgo de accidentes nucleares. La proliferación de autopistas y autos hizo que Los Ángeles pasara a ser sinónimo de esmog para mediados del siglo XX. Una corriente de contrapunto distópico frente al entusiasmo por la tecnología —cuyos representantes más destacables son Mike Davis y el cine negro, desde Barrio chino hasta Blade Runner— la describía como otra ventaja de los poderosos sobre los indefensos. [FN4]

La tecnología dio forma a las vidas sociales de los californianos del sur, desde el aire acondicionado que permitía patrones nuevos de geografía residencial hasta las cocinas modelo de las décadas de los cuarenta y cincuenta que definieron la vida en el suburbio. El enser eléctrico más popular de la posguerra fue el televisor. Para 1956, la gente que veía la televisión por las tardes estaba causando sobrecargas significativas en la demanda del sistema de Edison. La tecnología definía las relaciones de género y etnia: las primeras “computadoras” solían ser mujeres calculando datos de pruebas en laboratorios de ciencia e ingeniería. La tecnología también dio forma a la sociedad de ocio característica del sur del California de la posguerra: no solo en la comunidad de la modificación de autos donde la tecnología estaba a la vanguardia, sino también haciendo surf, un clásico de la cultura del sur de California. La manada de jóvenes bronceados que iba a Malibú y otras playas de la zona incluía a ingenieros aeroespaciales que transformaron las tablas de surf, de tablones de secuoyas monumentales y difíciles de manejar a coctel químico complejo de espumas de poliuretanos a partir de isocianatos, plástico reforzado con vidrio y resinas de poliéster —todos ellos materiales fabricados en masa por la industria química para usos militares y aeroespaciales, y todos combinados en estas ligeras máquinas de diversión para surfistas—.

El entretenimiento diseñado por ingenieros —perfectamente encarnado en el parque de diversiones Disneyland, con una distribución planificada por analistas de sistemas para la defensa y atracciones diseñadas por ingenieros aeroespaciales- convirtió a Los Ángeles en lo que Daniel Bell identificó como un “mundo de lo simulado” y Jean Baudrillard llamó “la capital mundial de las falsas apariencias”. [FN5] La ingeniería alcanzó incluso a los habitantes del sur de California, quienes hicieron que la persona modificada y esculpida quirúrgicamente fuera el estereotipo de Los Ángeles.

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  • 1. Henry Adams, The Education of Henry Adams: An Autobiography (Boston: Houghton-Mifflin, 1918): 380. [ADAMS, Henry, The Education of Henry Adams: An Autobiography, Boston, Houghton-Mifflin, 1918, p. 380.]
  • 2. Mihir Pandya, “The vanishing act: Stealth airplanes and Cold War Southern California,” in Peter J. Westwick, ed. Blue sky metropolis: The aerospace century in Southern California (University of California Press/Huntington Library Press, 2012), 105-123. [PANDYA, Mihir, “The vanishing act: Stealth airplanes and Cold War Southern California”, en WESTWICK, Peter J. (ed.), Blue sky metropolis: The aerospace century in Southern California, University of California Press/Huntington Library Press, 2012, pp. 105-123.]
  • 3.Carey McWiliams, Southern California: An island on the land (Salt Lake City, 1983), 265. [MCWILIAMS, Carey, Southern California: An island on the land, Salt Lake City, 1983, p. 265.]
  • 4.Mike Davis, City of quartz: Excavating the future in Los Angeles (New York, 1990). [DAVIS, Mike, City of quartz: Excavating the future in Los Angeles, Nueva York, 1990.]
  • 5.Bell and Baudrillard quoted in Harvey Molotch, Where stuff comes from (New York, 2003), 163-164. [BELL y BAUDRILLARD citados en MOLOTCH, Harvey, Where stuff comes from, Nueva York, 2003, pp. 163-164.]